lunes, 1 de febrero de 2010

Provocaciones



Algunos seguramente sentirán asco o indignación por mis actos. Me va y me viene. Muchos aquí siguen siendo prejuiciosos y bastante hipócritas. Moral e hipocresía son casi lo mismo. La gente calla cuando los parientes abusan de sus hijos, los escoltas de ese colegio que chifaban por notas con el director tiempo atrás y que hicieron la delicia de la prensa chicha ahora están casados y con hijos. La religión y las “buenas costumbres” son herramientas para fomentar la intolerancia y nublar el conocimiento. Lástima que en esta sociedad la mayoría todavía pertenezca a esa masa que Nietzche definió como “la trapa”. Claro que a mí no me afecta en lo más mínimo. Estoy más allá del bien y del mal, soy un superhombre, un maldito, un aventurero (como Lord Byron, como Sade, como Lawrence de Arabia). Generaciones más abiertas seguramente no se escandalizarán y aprobarán mi proceder.


A mis 16 años era bastante más avezado que mis compañeros de colegio. Devaneos sexuales, juergas y orgías etílicas, y experiencias regulares con narcóticos se habían vuelto parte natural de mi bagaje. Por lo anterior supongo que más de uno creerá que era el semental y el parrandero de la clase pero nada podría estar más lejos de la verdad. Yo le puedo entrar a todo pero siempre teniendo en cuenta mi propio interés y el buen gusto. Dado que mis compañeras eran vacías y no valían nada y mis compañeros unos patéticos mediocres, por puro desprecio hacia ellos nunca me molesté en darles a conocer mi faceta licenciosa.


Joder –en el sentido sexual del término- y cagar son dos experiencias muy placenteras, pero joder y cagar a alguien lo son aún más. Al empezar el año llegó a mi salón un zambo de rostro calavérico, que exhibía maneras y bromas grotescas. Inició una escalada de provocaciones contra nuestro tutor, un hombre algo mayor y de ánimo apacible aunque resentido por las amarguras del magisterio. La cosa no paró hasta que “se le salió el indio” y, preso de la cólera, embistió al provocador cual toro salvaje en plena clase. Dramas, disculpas, quejas de los padres, al final tanto el profesor como el alumno fueron expulsados. Me causó perplejidad que alguien tan incapaz como él hubiese podido ocasionar todo eso, aún a costa de sí mismo. Mi orgullo, tal vez también mi vanidad, me indujeron a querer superarlo.


Había un profesor de Lengua y Literatura por el que desde hacía un tiempo tenía una cierta aversión. Era algo en su actitud, típica de un maestro mediocre (hablaba mucho y enseñaba poco), pretencioso (comentaba libros que ni siquiera había leído) y aprovechador (solía hacer pequeños negociados en las representaciones y desfiles escolares). No era, sin embargo, ni mejor ni peor que el resto. No especificaré más allá las razones de mi antipatía. Tenía entre 40 y 50 años, estaba casado y con hijos, llevaba relativamente buen tiempo dictando, cosa destacable si se tenía en cuenta la alta rotación de docentes que había cada año. A pesar de que no parecía haber nada anómalo en él, corría el rumor de que sus preferencias sexuales eran más bien heterodoxas, lo cual era motivo de frecuentes burlas a sus espaldas.


Me dispuse a sondearlo. Procedí en todo momento con cautela, de modo que no pudiese sospechar. Noté cierto amaneramiento en sus gestos y tuve la impresión de que se quedaba mirando a algunos de mis colegas. Por las tardes traté de seguirlo, averigüé su dirección y un par de veces me puse a vigilarlo en su barrio. Desistí pronto de esas pesquisas por no poder encontrar nada concluyente y exponerme a ciertos riesgos, empezando por el de ser descubierto.


Decidí tratarlo más. Empecé a quedarme después de su clase para conversarle y a abordarlo en los recreos, en los que, generalmente, se quedaba sentado en una banca en medio de la neblina mirando los partidos de fútbol que se jugaban en la canchita, ocasionalmente hablando con algún otro profesor o siendo importunado por alumnos. Mis avances aparentemente no levantaron sus sospechas. Más bien se tomó de buena gana mi actitud, probablemente por sentir que mi trato era agradable y que, a diferencia de mis compañeros, me acercase para algo más que fastidiar. En un principio hablamos de una variedad de temas como el clima, algún suceso de interés, la cultura y las letras. Conversando de las de Francia me habló muy animadamente de Los Miserables pero cuando le quise comentar del decadentismo suplió sus escasos conocimientos literarios desviando el centro de interés hacia la película, también francesa El día del chacal.


A medida que me iba ganando su confianza afloraron otros detalles de él. Había estado en varios colegios antes, aunque no explicaba los motivos de su salida de ninguno de ellos y tenía desencuentros en casa. También me empezó a dar la impresión de que tendía a meter temas de gays en la conversación, no simplemente con el morbo hipócrita de la gente corriente sino con un interés más sospechoso. Hablaba, con sorprendente conocimiento de causa, de homosexualismo en las altas esferas de la política, el deporte y la farándula. Con deleite y desconcertante erudición se refería a las costumbres sexuales de Grecia y Roma, empezando por historias escabrosas como la de los pecesitos de Tiberio, las aventuras de Julio César y los excesos de Nerón y Heliogábalo. Pero sentía especial predilección por las costumbres de los griegos, entre quienes esas prácticas eran aceptadas, andaban desnudos en los gimnasios y las Olimpiadas y cuyos dioses y héroes hasta pateaban con las dos piernas. Los helénicos, decía, exaltaban las relaciones de los hombres con los imberbes efebos, solían confundir al amigo con el amante y era normal que los maestros se tirasen a sus educandos para transmitirles conocimientos.


-¿Usted también aprueba esas cosas profe? –le pregunté inocentemente en una ocasión después de oírlo.


-¡No!, claro que no. –respondió tajante pero claramente abochornado.


De todas formas seguí sacando partido de este obvio y turbio interés. Le traje los diálogos platónicos como El banquete, en donde se tocaba con particular entusiasmo el tema –Alcibíades es para mí el personaje más memorable de aquellas escenas- , la interpretación de los sueños eróticos de Artemidoro de Éfeso, las Églogas de Virgilio, picantes versos de Marcial y ficciones como El Satiricón. Noté que gozaba aún más hablando de ellos, aunque ello no debía insinuar más que un peculiar gusto por la literatura antigua.


Nuestra conversación, en todo caso, nunca se volvió del todo monotemática. Conversábamos sobre el resto de alumnos, rajando de ellos y del absoluto desinterés de la mayoría por su instrucción, todo con la distancia de quien mira a los demás desde un pedestal. También empecé a enseñarle algunos de mis escritos, los cuales calificó como muy ingeniosos. Cuando una tarde me invitó a comer un cuarto de pollo a la brasa después de haber leído algunos de mis versos con la supuesta intención de comentarlos, sus fines se me empezaron a hacer bastante diáfanos.


Fue la señal de que debía dar un nuevo paso sin tener ningún escrúpulo. Era claro: la literatura antigua llevaba al pollo a la brasa y el pollo a la brasa a algo más. Siguiendo las sabias leyes de la alquimia que afirman que para ganar en ella algo valioso hay que entregar algo más o menos proporcional, hacer un autoscacrificio, estaría dispuesto a ser humillado y a embarrarme para hacer caer al sujeto en cuestión en la completa indignidad. Claro que mi repugnancia no era mucha, a fin de cuentas se trataba sólo de experimentar nuevas sensaciones y ya antes no había dudado, por ejemplo, en complacer las exigencias de un par de helenófilos, vendiendo mi cuerpo por dinero. Sólo me había refrenado de rebajarme a la pasividad, teniendo en cuenta la afirmación de Séneca de que ello era para el hombre libre una deshonra y para el esclavo un deber en todo aspecto. Y yo, como hombre nuevo, siempre he valorado mi libertad.


Lo convencí de quedarnos en su salón durante una hora después de clases con el supuesto fin –que fue el que referí a mis viejos- de que me echase una mano con los contenidos del curso. Aproveché las sesiones más bien para meterme mano frente a él, aparentando que me rascaba despreocupadamente las nalgas y la entrepierna; y para sazonar la conversación con picantes tópicos, generalmente inspirados en las lecturas de mi profesor.


-¿Por qué le afana tanto el asunto profe? –le pregunté una tarde como quien no quería la cosa.


-Ya no puedo seguir ocultándolo, pero, por favor, no se lo digas a nadie…


Lo soltó. Confesó su secreto contando con mi confidencialidad. De tiempo atrás le gustaban los hombres –los jovencitos para ser más exactos. El que su mujer no le hiciese caso y sus hijos no lo comprendiesen contribuía a agravar su si0uación. Pura retórica barata, en todo caso era el momento para pasar a la acción. Sin que el profe se diese cuenta del fin que tendrían, le dije que solicitase a un conserje con el que tenía confianza traer al salón sogas, cinta adhesiva y una vara (quizás pensó que servirían para el ensayo de una obrita escolar) Yo, por mi parte, había colocado una caja de preservativos entre dichos objetos. Esta sería la utilería de la truculenta escena que íbamos a representar.


“Casualmente” se me cayó liquid en la camisa. El profesor con un trapo se puso a limpiar, yo le pregunté si últimamente había andado con ganas de conocer helénicamente a alguno de mi clase. Me rasqué otra vez. “Life is a thriller”, le dije casi en un susurro.


-Voy a tener que castigarte por tus malcriadeces. –dijo el profe mientras me arrancaba la camisa y se bajaba con ímpetu los pantalones.


Me estuvo metiendo mano y tratando de besarme. Pude haber opuesto resistencia pero eso no estaba de ninguna manera en mis planes. Más bien le pedí que me diese duro, amarrándome al escritorio en una pose humillante y desnudándome. Repetidos golpes de la vara que el maestro envainó desgarraron mi piel. “¡Sufre alumno sufre!” exclamaba sonriente mientras yo apretaba los dientes. Y, satisfecho de azotarme, empezó a sodomizarme. Esto último lo hizo, tal como debía ser, después de ponerse los condones que se encontraban entre todos los instrumentos del altar de esta ordalía. Habría podido agregar vaselina para aminorar el ultraje pero eso habría dado una inconveniente impresión de consentimiento al acto.


Mi cuerpo se agitaba con cada brutal embestida contra el escritorio, que resonaba con la fuerza de un gong. No hay duda, el profesor demostró ser todo un salvaje, una fiera descontrolada. O, como habría dicho mi desafortunado ex tutor “se le salió el indio”. Entre gemidos de excitación se lo podía oír exclamar obscenidades como “!Duro, duro, duro! o la más curiosa “!Chimpun Callao!”. Fue especialmente desagradable el rogarle que me eyaculase encima antes de ser amordazado en el clímax, quedando anegados mis gritos. Apenas vi su rostro pero sospecho que debía tener un expresión de éxtasis. Al final se levantó, se subió los pantalones y dijo, esta vez con tono de gracia, “no se lo digas a nadie”, salió silbando y cerró la puerta con llave.


Le había hecho creer que me las arreglaría para salir al rato (los amarres no eran muy fuertes) y que ya no debía quedar nadie en el plantel. No sabía que en el recreo le había avisado a un conserje con el que tenía confianza que pasase por el salón por esa hora para recoger unas cosas que se habían quedado ahí. A la hora esperada, vi cómo trataba de abrir la puerta. Sacó la llave y pasó, al verme debe haber quedado completamente conmocionado: estaba desnudo, amarrado al escritorio, amordazado, amoratado y eyaculado. En algo parecido a la posición fetal derramaba silenciosas pero intensas lágrimas de cocodrilo.


-Fue el profesor, ¡me violó!... Hablaba de poemas, me metió mano, me amarró, me pegó, me… -dije deshecho en sollozos cuando me sacó la mordaza, actuando como si todo fuese tan duro que no me salieran las palabras.


-¿Quién fue ese rosquete conchasumadre? –preguntó el viejo con una mezcla de ira e indignación.


-¡El profesor Gaviria!


Me desató. Le dije que llamara a la policía, previamente me cubrió con una manta –me aseguré de que no lo hiciese donde había semen. En más o menos un cuarto de hora llegaron los investigadores, al poco rato también estaban ahí la prensa y profesores, compañeros y padres, formando una pequeña multitud que me jalonó a la salida de la escuela. Fui llevado a la comisaría, no sin antes hacerse pesquisas en la escena del crimen y verme obligado a responder a los inoportunos reporteros, permanentemente sollozando consternado.


Di mi versión de los hechos. En ella yo nunca había sospechado de las intenciones de mi maestro: sólo pensaba en el enriquecimiento académico, no había hecho nada por provocarlo y me había agarrado desprevenido y abusado de mí con sevicia. Las muestras de esperma confirmaron que él era el abusador. Esa misma noche fue detenido a la salida de un bar gay.


Después, el juicio, y el escándalo que hizo por unos días la delicia de la televisión y de la prensa sensacionalista y que, por supuesto, dejó por los suelos la imagen del colegio –como si hubiese tenido algo bueno que lucir antes- aparte de llevar a muchísimos padres a sacar a sus hijos –yo entre ellos. Nadie le creyó al abusador, evidentemente desmentí indignado todas las insinuaciones que hizo sobre cómo lo había llevado a hacer eso. Se hizo notar su enfermizo interés por cierta literatura grecorromana y la viciosamente elaborada forma de la violación. Se mencionó con sorpresa, sin embargo, el hecho de que hubiese usado protección. Esto último fue lo único que mereció la aprobación de quienes lo juzgaban, aunque no ayudó a rebajar la condena. Me enteré después de que una turba de padres que vivían por su barrio saquearon su casa y que su mujer lo dejó. No me cuesta inferir que en la cárcel muchos reos lo deben de haber violado y vejado, tampoco me sorprendería que los propios policías se les uniesen. Si sigue entero no cabe duda que le habrá dado sida, porque la gente de allá no tiene la gentileza de cuidarse. Evidentemente, durante largo tiempo aparenté estar muy afectado.


Comencé este relato diciendo que seguramente mucha gente se indignaría con él. Reitero que me importa un carajo. Humillé en todo sentido a uno de mis mayores a la manera que lo hizo mi bienamado Rimbaud con Verlaine. No sé si, como con éste último, la experiencia vivida tenga un efecto trascendente en su espíritu ni me interesa realmente. Quiero solamente dejarlos pensando antes de terminar que, así como aquella vez manifestó conmigo sus bajos impulsos y fue descubierto, debió de haber hecho lo mismo con muchos otros, sin esperar su consentimiento. Así, mi acción, que tan repelente ha de haber parecido desde el principio podría -para algunos- considerarse como un acto de justicia. En cuanto a mi suerte, el colegio tuvo que indemnizarme por daños físicos y psicológicos, quedé completamente limpio de toda sospecha y mi entereza a la hora de denunciar fue elogiada por muchos, tanto así que he oído que un par de promociones fueron bautizadas con mi nombre.


A propósito de esto último, tal vez no esté del todo de más aquella máxima de esa superstición llamada cristianismo que dice que por sinuosos caminos discurre la voluntad del Señor.

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