No haber comprado con alguien más una localidad en la misma zona me creo problemas al llegar el día del concierto. Dos colegas que sabía que estaban en “E” me anunciaron que habían revendido sus entradas. Otros iban a tribunas -y entrarían más o menos tarde. Y otros que, inferí irían, no contestaban mis llamadas. Me vi ante la perspectiva de estar sólo en medio de un monumental y descontrolado tumulto, temiendo sufrir un hurto o al menos contusiones para el recuerdo. He de confesar que la tarde del concierto estuve por desistir y consideré seriamente la posibilidad de venderle mi entrada a algún despistado que encontrase por el campus de la PUCP.
Llegué al paradero de mi universidad a las 17:30. Apenas estuve ahí, como de milagro, di con un amigo de Literatura con inequívocas credenciales de adepto al metal con quien 2 años atrás había estado en el concierto de Deep Purple en el Nacional (y con el cual, curiosamente, pensé hacer una caravana al concierto pero no contestaba al celular). Iba con otro acompañante, un adusto estudiante de Ingeniería con una especie de coleta y declarado gran fan de Metallica. Ambos vestían de negro pero ninguno tenía polo de la banda.
El tráfico en los alrededores de San Marcos y su estadio se había cortado. El taxi debió parar antes de llegar a la Av. Colonial. Caminamos unas cuadras y, a medida que avanzábamos, encontrábamos contingentes cada vez mayores de individuos con polos negros –y no pocos ambulantes que hacían negocios vendiéndoles los uniformes. Surgían, igualmente, grupos de policías por aquí y por allá –se anunciaban alrededor de 2 mil para la ocasión-, algunos de pie y otros montados a caballo, por lo general relajados. Numerosos puestos surtían de la “económica” comida sanmarquina. Por razones de salubridad, optamos sólo por la empaquetada. Debimos embutirnos a toda prisa comida y bebidas ante las presiones de los VIPs en la fila que se hacía.
Iniciamos el ingreso al estadio a las 18:00. Debimos atravesar por lo menos 3 controles. Un VIP intentó que sacase la cadena de mi llave. Mi torpeza en extraerla y una inesperada llamada telefónica de mi casa lo disuadió de considerarme un agitador. En cada una de estas pausas forazadas me quedaba peligrosamente atrás de mis acompañantes. En el camino encontramos a algunos conocidos de la movida, pero en ningún momento entablamos conversación.
Entramos a la explanada a las 18:30. Por alguna razón sentí que ingresábamos a disputar un esperado partido. Las tribunas aún lucían medio vacías. También la zona delantera, “M”, sorpresivamente no aparecía llena.No pocos iban a los kioscos y donde los ambulantes a comprar salchichas y cerveza sobrevaluadas. Nosotros nos metimos a las cabinas de baño –en mi caso más por novelería que por necesidad o precaución. Seguidamente formamos filas y avanzamos entre la masa hasta posicionarnos relativamente cerca de los límites entre “E” y “M”. En la pantalla gigante aparecía de rato en rato un video en que, entre otros mensajes aleccionadores, se pedía no llevar cámaras y filmadoras al concierto, lo que desataba, invariablemente, airadas protestas de los fans. Entre canciones metaleras clásicas y espectadores con olor a alcohol, cigarro y marihuana, vimos el atardecer mientras íbamos haciendo bromas y comentarios sueltos. Un camarógrafo atravesó el estadio en parapente. Especulamos tanto sobre la posibilidad de que cayese como de que nos defecase encima. Todo era cuestión de hacer tiempo. Ponerse cómodos, ni hablar.
Apenas a las 19:30 se llenaba la zona “M”. A las 20:00 tocó el grupo “Necropsia”, esforzada imitación nacional de las bandas de trash metal. Sus integrantes, con 20 años de anónima trayectoria musical, tenían algunos conocidos entre los asistentes que nos rodeaban, que a un tiempo los elogiaban, increpaban e insultaban. La presentación duró media hora: apenas se entendían las letras en español que vociferaban a todo volumen. La emoción que declaraban los teloneros debe haber sido sincera: el sueño de muchas bandas locales que tocan en bares debe ser tocar para 50 mil en la presentación de sus ídolos.
Y a las 21:00 debía surgir el esperado cuarteto metálico. Nada. Vimos a muchos putear a los técnicos que estaban cerca y a otros tantos ovacionar a los que probaban los instrumentos, inclusive a algunos desafortunados heladeros y vendedoras de gaseosas que se cruzaron entre nosotros. También se seguía vendiendo cerveza, pese a la orden que tenían los kioscos de cerrar. La impaciencia acumulada se respiraba en el ambiente que impregnaba en la misma medida que el sudor y los porros.
Y a las 21:30, la secuencia con el tema musical Ectasy of Gold del clásico western “El bueno, el malo y el feo” apareció en la pantalla gigante. Era el anuncio de la llegada del esperado cuarteto (James Hetfield, Lars Ulrich, Kirk Hammet y Robert Trujillo) que abrió la noche con la vibrante Creeping Death..
Lo que siguió fue desenfrenado. La música, haciendo cóctel con la atmósfera transformó la experiencia en algo “épico”. El clima humano evocaba a una batalla cuerpo a cuerpo de la Antigüedad –afortunadamente, aquí no había muertos aunque seguramente sí unos cuantos heridos-. Rodeados por la turba frenética de fans los tres debimos mantenernos unidos, cohesionados como una pequeña falange, para aproximarnos lo más posible a los cantantes sin ser arrastrados al tumultuoso “pogo” que como un remolino se extendía en el límite entre las zonas “M” y “E”, expandiéndose en las melodías más movidas y confrontando a jóvenes sin polo en delirio dionisíaco. El más bohemio de mis colegas agitaba constantemente la cabeza. Desde las primeras filas arrojaban agua para aplacar el sudor del público, pero estábamos muy lejos como para que nos llegase.
Tras la primera clarinada, los temas interpretados –cuyos nombres llegué sólo a conocer más tarde en internet- fueron From Whom The Bell Toll, Fuel, Harvester of Sorrow, Fade to Black, That Was Your Life, The End of the Line, Sad But True,
Broken, Beat & Scarred, Cyanide, One, Master of Puppets, Battery, Nothing Else Matters, Enter Sandman.
Canciones como Fuel fueron precedidas por llamaradas que se alzaron encima del escenario. También hubo fuegos artificiales y bengalas que querían simular una batalla. E inclusive –antitéticamente- una bandada de palomas blancas alzó vuelo sobre la multitud –afortunadamente no nos cayó su cargamento. Uno de los momentos más emocionantes fue, sin duda cuando Kirk Hammett, solitario en la cima del escenario y enfocado por los reflectores, empezó a tocar la ascendente Nothing else matters. James Hettfield acabó guitarreando en el suelo, con la pantalla enfocando en primer plano el logo M81 que lleva tatuado en la mano.
La multitud coreaba “olé olé olé, Metallicaaa”, exclamaciones que fueron reproducidas por James en su guitarra. A lo largo de las tribunas –ahora llenas- se formaban “olas” de brazos que recordaban a las de los hinchas de un victorioso equipo de fútbol en una contienda mundial. En momentos de exaltación, observé el curioso gesto colectivo de alzar el puño, como si de un paro se tratase la ocasión. La respuesta de los bardos del trash a sus ansiosos fans fue efusiva. “La vamos a pasar mostro” y “Lima la rompe”, afirmó James, en sorprendente jerga limeña. “Los peruanos son de la puta madre”, agregaría Robert cerca del final. Se respiraba un entusiasmo arrollador y entre otras arengas en inglés, se nos instó a “hacer el concierto más ruidoso de Lima”.
Al final tocaron 3 canciones “fuera de programa”: Am I Evil?, Blackened
y Seek And Destroy. Para esta última, James bajó del escenario y empezó a alentarnos a cantar con todas nuestras fuerzas con los brazos en alto. El pedido fue escuchado y entonamos “Seek and destroy” hasta quedarnos afónicos.
Al final de todo los cantantes deseinvainaron una sorpresiva bandera peruana, cuyo escudo era un logo de Metallica. Agradecieron 29 años de espera paciente del fandom local y prometieron volver. Como otras veces exclamaron “Amamos Lima!” a lo que respondimos “Viva Metallica” y luego, quizás porque la navidad no estaba muy lejos, empezaron a lanzar baquetas de otras presentaciones, obtenidas por unos cuantos afortunados de adelante, y que posiblemente pasarán a ser atesorados por coleccionistas del fandom.
Todo concluyó a las 23:30. He oído que muchos estaban más que adoloridos del cuerpo y el cuello por los interminables y apretados saltos. En mi caso más bien me dolían los pies (había permanecido parado o agitándome en el mismo sitio desde nuestra llegada), también tenía sed. Desmintiendo mis aprensiones, no sufrí ningún hurto, pero la tapa y la batería del celular que llevaba colgado del cuello estaban destrozados en algún lugar del gramado.
Formamos filas. Nuestra falange de tres se fue abriendo paso a través de las escaleras y caminos del estadio repleto. De ahí, menos de 6 cuadras nos separaban de la PUCP. Sin embargo, fue una larga marcha. La multitud, unánimemente uniformada de negro, evocaba una procesión, un ejército o una marea de refugiados. Las veredas mostraban abundantes desechos, no pocos vecinos contemplaban conmocionados la retirada, la caballería policial seguía montando guardia, grupos de policías en pie parecían estar esperando irse a algún bar. Todos los comercios a lo largo del camino tenían largas colas que evocarían a algunos la hiperinflación de los 80. Los taxis revoloteaban por la vía, y las mayores unidades de las líneas de buses aparecían a destiempo prestos a repletarse de fans apremiados.
Tuvimos que andar largo rato y lentamente hasta que la multitud estuviese lo bastante dispersa para encontrar un comercio para tomarnos unas bebidas. Era la 1:00 y recién estábamos frente al anhelado paradero de la PUCP. Por buen rato había estado buscando una cabina telefónica, viendo al fin una que funcionaba, intenté hacer unas llamadas fallidas. Cuando di la vuelta, mis compañeros de la incursión se habían esfumado. Cuando desistí de buscarlos, proseguí camino a lo largo de la Av. Universitaria junto con los remanentes de la tropa metálica en fuga, hasta llegar a la Av. La Marina. Alrededor de la 1:30 me subí en el último asiento libre de la combi que me traería de regreso de la estridente odisea.
...
Puedo imaginar que para muchos de los que estuvieron ahí, esta fue la noche de sus vidas, un momento sublime que quizás justifique en parte sus existencias. Como una cuestión de estética –algo subjetivo después de todo- el evento no produjo el mismo efecto en mí. Supongo que por eso he dedicado más espacio a los incidentes que la precedieron y sucedieron que a la presentación en sí. Aún así, no puedo negar que sentí un profundo respeto por la garra de estos fans y la música que ellos sienten en cuerpo y alma. Codearme –literalmente- con ellos en este agitado rito ha sido una experiencia memorable, alcanzando colectivamente una experiencia musical mucho más intensa que la cotidiana. Como un forastero agradecido, dancé con lobos en la noche metálica, la que sin duda será, una de las más memorables de un verano del 2010 que, desafortunadamente hasta el momento no ha sido rico en experiencias de intensidad parangonable.
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